Mi semana como voluntaria en el Centro de Detención de Inmigrantes más grande de los Estados Unidos.

Prohibido abrazarse. Entrar a un centro de detención es toda una experiencia. Al otro lado de los múltiples chequeos de seguridad se despliega un universo paralelo. Un mundo que se rige por sus propias reglas y donde el tiempo transcurre en otra cadencia.

Mi primer día en la penitenciaria de Dilley -el centro de detención de inmigrantes más grande de los Estados Unidos- fue un curso acelerado en reglas carcelarias: los teléfonos celulares deben permanecer fuera del edificio, todo el contenido de su cartera debe ser volcado en una bandeja y revisado minuciosamente por los guardias, ningún objeto o envase de aluminio podrá pasar por los detectores de metales (bye, bye queridas mentitas y taza térmica del café), quienes tomen alguna medicina podrán ingresar solo la dosis justa para ese día… y por favor le pedimos encarecidamente que respete una última regla fundamental: queda estrictamente prohibido abrazarse. Como máximo, solo pueden darle un apretón de manos a un recluso al saludarse. ¿Entendido?

Asentí confiada. Era una instrucción simple de entender. Aún no sospechaba que estaba a punto de empezar una de las semanas más intensas de mi vida y que -de todas las reglas nuevas- esta última sería la más difícil de cumplir.

La buena noticia era que no estaba sola. Tenía excelente compañía: una treintena de voluntarios había viajado de todo el país usando su propio tiempo y dinero para dedicar una semana de sus vidas a la misión que estábamos a punto de comenzar. Íbamos a entrar en la cárcel de inmigrantes más grande de los Estados Unidos para ofrecer asistencia legal gratuita a madres y niños como parte del programa Cara Pro Bono.

Niños migrantes detenidos hacen linea en el centro Dilley. Foto Cortesía: ICE

 

El trabajo. Nuestra labor consistiría en ofrecer información y asistencia legal a inmigrantes detenidos. Pero no a cualquier tipo de inmigrante: los inmigrantes con los que trabajaríamos serían aquellos que buscan refugio en Estados Unidos acogiéndose a la ley de asilo.

Se trata de personas que han huido de su país de origen con la esperanza de dejar atrás situaciones de violencia inimaginable y que deben cumplir con parámetros muy específicos para que la ley los considere como candidatos a recibir el beneficio de asilo.

El momento no era un momento cualquiera: esa semana se cumplía la fecha límite para que las autoridades reunieran a los más de 2,500 niños de entre 5 y 17 años que fueron separados de sus padres tras la implementación de la política de “tolerancia cero” de la administración Trump.

El trabajo consistiría mayormente en preparar a los migrantes que buscan asilo para su “entrevista de miedo creíble”, una instancia legal donde un oficial de gobierno evalúa si el caso en cuestión tiene posibilidades de éxito.

El conjunto de voluntarios con el que trabajaría era realmente interesante. Se trataba de un grupo extremadamente diverso. Entre sus miembros había una documentalista, una jueza, varios estudiantes veinteañeros, dos monjas misioneras de casi 80 años, abogadas de inmigración, activistas y hasta una celebridad. (Nos acompañaba una actriz británica que está casada con una de las leyendas del rock más grande del planeta).

El variado grupo de voluntarios en Dilley

Las Historias. Cada día al llegar al centro de detención de Dilley nos reuníamos en privado con las madres migrantes y sus pequeños para hablar durante horas. Nuestro objetivo era entender exactamente por qué tenían miedo de regresar a su país de origen. Para eso, necesitábamos que nos contaran en detalle historias personales que incluían episodios de abuso sexual, tráfico humano, violencia doméstica, trabajo esclavo o brutalidad criminal.

Los relatos tenían su inicio en diferentes puntos del planeta. Algunas mamás venían de este mismo continente. Otras habían viajado de lugares tan lejanos como El Congo. Había historias donde la violencia tenía como telón de fondo la vorágine propia de una gran metrópolis y otras en que la brutalidad transcurría en una pequeña aldea donde solo se hablaban lenguas aborígenes. Escuché historias de horror de boca de mujeres universitarias y también de otras que -avergonzadas- me confesaron no saber leer o escribir cuando les pedí que llenaran su formulario.

Cada historia era diferente. Pero había una frase que unía a todas: Si me mandan de vuelta para allá, a mí me van a matar, señorita.

SOFIA, UNA MUJER DE PALABRA

Mujer migrante – Dibujo realizado por voluntario de Cara Pro Bono

Sofía y su hijo estaban a un paso de ser deportados.

Su caso tenía muy pocas posibilidades de éxito. Dos elementos alarmantes le jugaban en contra. El primero, tenía que ver con el proceso: un juez ya había rechazado el pedido de asilo y nos hallábamos en instancias finales de apelación. El segundo, estaba relacionado con un cambio en la legislación: el gobierno de los Estados Unidos acababa de anunciar que las víctimas de violencia de género ya no calificarían como candidatas a obtener la posibilidad de asilo y el caso de Sofía estaba basado -casi en su totalidad- en cuestiones de violencia doméstica.

Ni bien llegó a la entrevista, le explicamos a Sofía la gravedad de la situación. Queríamos que fuera consciente de que se estaba jugando su última carta.

Para ver si podíamos fortalecer el caso comenzamos a explorar si había elementos que pudieran hacer que Sofia fuera considerada para asilo basado en alguna de las otras categorías protegidas por la ley.

Como parte de nuestro trabajo, formulamos las preguntas de rigor. ¿Había sido alguna vez atacada o amenazada por su nacionalidad? NO. ¿Por su raza? NO. ¿Por su religión? NO.NO.NO.

Quedaba solo una última categoría por explorar: la política.

-Sofía, ¿usted simpatiza con algún partido político?, le preguntamos.

-Si, con los liberales – nos contestó sin titubear. De hecho, trabajé por años limpiando en la casa de una familia de abogados liberales muy conocida. Uno de ellos llegó hasta candidato a legislador, pero pobrecito que mal le fue– comentó apenada.

¿Por qué le fue mal? ¿Perdieron por mucho las elecciones? – preguntamos ingenuas.

Noooo, señorita. ¡Lo asesinaron en campaña! Si yo hasta fui al funeral. Era gente muy querida. Había como cuatro mil personas allí para despedirlo – explicó.

Nuestras alarmas mentales comenzaron a sonar. ¡Quizás SI tuviéramos un argumento basado en opinión política para pedir asilo en este caso! Decidimos indagar más…

Entonces mucha gente vio que usted era simpatizante de los liberales. ¿Y en su pueblo cual es el partido favorito?, le preguntamos.

En mi pueblo ganan los contrarios, los nacionales. Siempre están vigilando a la gente. Yo por miedo los terminé votando a ellos, aunque mi corazón estaba con los liberales.

¡La cosa estaba avanzando a pasos agigantados! Estábamos encontrando elementos vinculados a la política que claramente podían dar un ángulo diferente y más sólido al caso. Realmente estábamos encaminados. Solo hacía falta hacer una pregunta final y decisiva:

-Sofia, le vamos a hacer una pregunta muy importante: ¿Alguna vez usted fue agredida o la amenazaron con ser agredida de parte del partido nacional o de alguien vinculado al partido nacional?

Sofia respiró hondo e hizo una pausa.

-No, señorita.

En caso de que no hubiera comprendido o se hubiese puesto nerviosa volvimos a hacerle la pregunta.

-¿Alguna vez usted fue agredida o la amenazaron con ser agredida de parte del partido nacional o alguien vinculado al partido nacional?

Esta vez la repuesta no se hizo esperar.

-No, señorita.

Pensé en todo lo que tenía en juego esta mujer y decidí que valía la pena insistir una vez más.

-Le pregunté por última vez Sofia, ¿Alguna vez usted fue agredid…?

Enojada, me interrumpió sin dejarme completar la frase. Toda la vida recordaré lo que me dijo esa valiente mujer que había perdido todo, estaba detenida en tierra extraña y tenía su futuro pendiendo de un hilo.

NO, señorita. Yo no voy a mentir. Yo voy a la iglesia. Yo no vine aquí tan lejos a echar mentiras. Así que no me vuelva a hacer la pregunta porque siempre va a tener la misma respuesta.

Se hizo un silencio que pareció una eternidad…

Silencio de admiración… a una mujer a la que le habían quitado todo -incluso su libertad- pero que no permitía que nada ni nadie le tocara lo más preciado: sus principios. Y silencio de derrota… porque sabíamos bien que sin nuevos elementos en el caso, Sofia y su hijo tenían la suerte echada.

En un hilo de voz, comencé a despedirme. Señora, yo no sé si la vuelva a ver o no alguna otra vez en mi vida, pero hay algo que le quiero decir. Yo tengo tremendo respeto por usted. Sinceramente en su lugar no sé qué hubiera contestado -le dije saliéndome de libreto.

Me sonrió emocionada y nos dimos fuerte la mano (abrazarse está prohibido en los centros de detención).

Un golpe en la puerta interrumpió la despedida. Era una de las abogadas de Cara Pro Bono buscando a Sofia. De pronto, frente a mis ojos ocurrió algo que aún hoy al recordarlo me pone la piel de gallina.

Sofia, pasó algo increíble. Hace unos días pedimos que nos permitan que sea el caso de su niño -y no el suyo- el que quede como principal para pelear el asilo. ¿Y a que no sabe qué? Un juez aceptó escucharnos. ¡El viernes tiene entrevista con él! – exclamó alegre la abogada.

Era creer o reventar. ¿Ve señorita? Diosito no me abandona. A Sofía se le llenaron los ojos de lágrimas nuevamente, pero esta vez de alegría.

Ese viernes, estuve sentada en primera fila para acompañar a Sofia en la corte. Contra todo pronóstico, el juez falló a su favor permitiendo que se usara como caso principal el de su hijo y no el propio. De esa manera, Sofia logró frenar su deportación y abrir la puerta a una nueva vida.

Y todo… sin mentir ni en una sola pregunta.

La vida tras las rejas: de “hieleras”, “perreras” y otros centros de detención.

Imágen de una «hielera» difundida por corte federal

Para muchas de las madres migrantes que entrevistamos, Dilley era la última parada de un largo periplo por varios centros de detención donde sufrieron incontables humillaciones.

El primer stop en este amargo recorrido suelen ser los calabozos transitorios de la Patrulla Fronteriza donde se encierran a niños y adultos ni bien cruzan al país. Los migrantes han apodado a estas celdas como “la hielera” en referencia al frío que experimentan allí y al que deben enfrentar -incluso embarazadas y sus bebés- armados de una fina plancha de aluminio que hace las veces de frazada improvisada.

Lo peor para mí fue que me separaran de mi hija con engaños. Me pidieron que saliera de la habitación para tomarme mis huellas dactilares. Obedecí sin sospechar nada. Al regresar, mi hija ya no estaba en la habitación– me relata dolida una de las madres migrantes que debió esperar más de 50 días para reencontrarse con su pequeña.

La siguiente parada también ha sido bautizada por los migrante con un apodo que hace referencia a las condiciones brutales que posee. Se trata de “la perrera”, el lugar donde adultos y niños son encerrados en grandes jaulas mientras aguardan su próximo destino.

Además de la “hielera” y la “perrera”, algunas de las madres con las que hablé habían pasado por cuatro centros de detención más antes de llegar a Dilley. Entre las quejas más comunes de su paso por otros centros de detención incluían celdas y sanitarios sucios, comida en malas condiciones (desde sándwiches que se servían congelados hasta jamón en mal estado), asesoramiento legal limitado o nulo, falta de asistencia médica apropiada e -incluso- falta de algo tan simple como el acceso a artículos básicos de higiene.

Qué bueno que me bajó la regla aquí en Dilley y no cuando estaba en el centro de detención de Port Isabel– me dijo avergonzada una de las mamás con las que hablé. En ese lugar te exigen que avises con tres días de anticipación si necesitas toallas higiénicas. Las chicas tratan de arreglárselas con papel higiénico cuando le niegan las toallitas, pero a veces ni así alcanza. ¨ ¡Aguántense y límpiense con sus propios dedos!¨, nos decían burlonamente las guardias.

MONICA Y LA TIERRA PROMETIDA QUE NO FUE

Dibujo de niño detenido en Dilley

Yo pensé que si mi marido era el que me obligaba a hacerlo no era violación. Pensé que solo era violación si era otro hombre el que te forzaba. Recién aprendí que estaba equivocada cuando llegué acá y hablé con ustedes, dice Monica mientras se agarra la cabeza consternada.

Es posible que para esta inmigrante centroamericana la toma de conciencia sobre su situación real sea algo reciente, pero la violencia padecida venia de larga data. Los maltratos que su marido le propinaba se habían extendido durante años. Y en los últimos tiempos se habían vuelto tan brutales que dejaron una huella indeleble no solo en su alma sino también -literalmente- en su cuerpo.

El me lastimó tanto que tuve que hacerme una cirugía para reconstruir mis partes privadas, explica Monica entre lágrimas. La operación quirúrgica para remediar el desgarro interno que habían causado los abusos sexuales se transformó en una pesadilla. Grité de dolor durante toda la cirugía porque el médico solo me aplicó anestesia local. Dos mujeres me separaron las piernas y me inmovilizaron los pies para que el doctor pudiera operarme, agrega resignada.

Temiendo por su vida y la de su hija, Monica decidió escaparse. Su destino: Estados Unidos, la tierra prometida. El lugar donde -según le habían contado- ni su marido ni las pandillas criminales que amenazaban su tierra podrían hallarla.

El viaje de Centroamérica a Estados Unidos duró casi 10 días y fue toda una odisea. Monica todavía no estaba recuperada del todo de su cirugía y a medida que avanzaba en el camino iban soltándose los puntos de su operación.

Cuando al fin logro cruzar a suelo americano las cosas no resultaron como las había planeado: fue arrestada por fuerzas de seguridad y ocurrió algo que ni en el peor de los escenarios anticipó: los oficiales de inmigración le quitaron a su hija.

Con el paso de los días la cosa no mejoraba: nadie le daba precisiones de dónde estaba la pequeña ni de si podrían reencontrarse.

Cuando llegó el turno de defender su caso de asilo, Monica estaba tan desesperada que usó gran parte de su tiempo frente a las autoridades suplicando para que la ayudasen a encontrar a su hija en lugar de explicar las razones por las que debían concederle el asilo. Como resultado de ese mal paso, su caso fue denegado.

Después de casi sesenta días de nervios y angustia, finalmente Monica y su hija se reencontraron en el centro de detención de Dilley. Allí las conocí. Era imposible no notar que la desesperanza se había apoderado de ambas. La “tierra prometida” se había convertido en una promesa vacía.

Toda mi vida sufrí humillaciones: maltratos, violencia, menosprecio… -me relató encendida Monica- Pero un día dije basta. Y decidí venir aquí porque me dijeron que esta era la tierra donde una mujer sola con su hija podía salir adelante… donde las mujeres no tienen que aguantar porque pueden avanzar solas. Vine ilusionada con empezar una nueva vida. Lo que no imaginé es que me esperaba el dolor más grande de mi vida porque al arrebatarme mi hija me humillaron más que nunca.

El equipo legal de CARA Pro-Bono continúa luchando para que le den otra oportunidad al caso de Mónica. Antes de despedirnos, Monica tocó la cruz de su rosario y me dijo: Estoy muy cansada. Dejo todo en manos de Dios. Que se haga su voluntad.

Permitido Abrazarse

Las voluntarias volaron de todo el país para donar su tiempo en Dilley

La noche antes de terminar nuestro viaje a Dilley, hubo reunión general de voluntarios en los cuarteles de Cara Pro-Bono. Nos reunimos en círculo para darle cierre a la experiencia compartiendo -uno por uno- como esta semana nos había transformado. A diferencia de lo que ocurría en el centro de detención, aquí sí estaba permitido abrazarse.

La ronda fue dando su vuelta y cada uno a su turno tomó la palabra. Hubo lágrimas, impotencia, palabras de agradecimiento y una sensación de viaje compartido. Pocas cosas acortan tan rápido la distancia entre extraños como atravesar juntos una experiencia de la que ya no saldrán siendo los mismos. Esa noche fue como si entre todos nos hubiéramos dado un gran abrazo colectivo.

Las agridulces historias que compartimos esa última noche tenían una característica especial: narraban circunstancias en las que se revelaban lo mejor y lo peor de la condición humana. De todas las contadas, está última fue mi favorita.

UN EXTRAÑO LLAMADO LAZARO

Después de darle muchas vueltas al asunto, decidieron que lo mejor era contratar un coyote que las ayudara a cruzar “al otro lado”. Maria y Esther -su hija- estaban hartas de vivir en medio de violencia y caos.

Querían escapar, pero sabían que el camino era largo y peligroso para dos mujeres solas. Les gustara o no, debían ponerse en manos de un extraño para poder huir. El coyote ya tenía todo planeado: viajarían junto a un grupo más grande de gente durante diez días. Avanzarían por tierra usando una combinación de bus, tren y camioneta. En el tramo final, cruzarían el río auxiliados por una balsa. El coyote les aseguraba que “todo estaba perfectamente calculado”.

Era un plan tentador, pero caro. Cada una debía pagar 7,000 dólares para sumarse al grupo.

Madre e hija se pusieron en marcha para conseguir el dinero. Vendieron las pocas cosas de valor que tenían, sumaron sus ahorros e hicieron la cuenta. Uniendo todo lo que habían logrado juntar apenas cubrían el costo de viaje para una sola de ellas.

Pero Maria y Esther no querían separarse. Así que pidieron ayuda a su gente. Con muchísimo esfuerzo, amigos y familiares abrieron sus humildes bolsillos para -entre muchos- completar los 7,000 dólares del segundo “pasaje”.

La mañana en que subieron a ese bus que las llevaría lejos amaneció soleada. Madre e hija apenas se atrevieron a mirar de reojo por la ventana. Sabían que esa era la última vez que verían su pueblo.

Las horas en camino eran largas. Maria y Esther subían y bajaban de buses y trenes bajo la mirada atenta del coyote que controlaba a todo el grupo. Los días pasaban y la línea de llegada estaba cada vez más cerca. Pronto cruzarían a Estados Unidos. Pero con cada avance se multiplicaban también los miedos. María tenía un presentimiento de que algo malo estaba por pasar.

¿Y si me pica un escorpión en el desierto? ¿Y si me doblo un tobillo en el medio de la nada y me abandona el grupo? ¿Y si hace demasiado calor y me deshidrato? ¿Y si después de viajar tan lejos y gastar todo mi dinero justo nos detiene la Patrulla Fronteriza?

Los miedos de María parecían haber cubierto todos los frentes… menos el que estaba a punto de ocurrirles.

La última mañana del viaje, el coyote las despertó con pésimas noticias: había decidido secuestrarlas a ambas. Madre e hija tenían una semana para conseguir 2,000 cada una de rescate. Si al final de la semana no reunían los 4,000 dólares (2,000 por cabeza) serían asesinadas.

En la habitación de al lado había un pobre diablo que había corrido con la misma mala suerte que ellas. Se llamaba Lázaro y era de Guatemala. Su cabeza también tenía 2,000 dólares de precio.

Maria y Esther comenzaron a llamar frenéticamente a sus familiares a ver si alguien podía darles los 4,000 dólares que necesitaban, pero los bolsillos de su gente habían quedado flacos después de ayudarlas a comprar el segundo pasaje. Ya no había más dinero.

Con el correr de los días, la desesperación cedió su lugar a la tristeza. Maria y Esther sabían que no iban a lograr juntar el dinero del rescate ¡2 mil dólares por cabeza era toda una fortuna!

La noche anterior a que se cumpliera el plazo hicieron el último llamado a su familia y confirmaron su peor sospecha: nadie había logrado reunir el dinero del rescate. Resignadas, madre e hija se prepararon para lo peor. Antes de dormir se despidieron y se dijeron cuanto se amaban. No había garantías de que amanecieran al día siguiente.

En la habitación de al lado, Lázaro -el pobre diablo de Guatemala que había sido secuestrado junto con ellas- hablaba por teléfono. Ahora le tocaba a él el turno de hacer su llamado a la familia.

Madre e hija hicieron silencio para escuchar la conversación de ese extraño con sus seres queridos. Lo que escucharon las dejó heladas.

Hola hermano, soy yo Lázaro. Estoy secuestrado y necesito que envíen dinero porque si no me van a matar. Están pidiendo de rescate por mí seis mil dólares.

Al día siguiente, el coyote subió a los tres a su camioneta y los liberó a la orilla de una carretera perdida en medio de la nada. El hermano de Lázaro había enviado el dinero.

Maria y Esther le dieron un último abrazo lleno de agradecimiento a ese extraño que el destino había puesto en su camino. Se despidieron y cada uno siguió su camino. Nunca más volverían a verse.

-Se llamaba Lázaro y era de Guatemala. No sé ni su apellido, pero nos salvó la vida.

Camino al centro de detención en Dilley

Para donar su tiempo o dinero visite www.caraprobono.org

NOTA: Este escrito fue elaborado para compartir las experiencias vividas como voluntaria para Cara Pro-Bono en (Dilley Detention Center), el centro de detención de inmigrantes más grande de los Estados Unidos. Comparto mi experiencia con la esperanza de crear conciencia acerca de la delicada problemática de la detención familiar. Lo expresado aquí no forma parte de mi trabajo como periodista, no ha sido elaborado en colaboración con ningún medio de comunicación ni he recibido compensación alguna para escribirlo. Nombres y circunstancias han sido modificados para preservar la identidad de sus protagonistas. Un agradecimiento especial al staff de Cara Pro Bono por su hospitalidad y a la activista y abogada de derechos humanos Carolina Rubio McRight por la invitación.

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